La transición de la banca a tradicional a fintech parece pasar por convertirse en una red de cafeterías. Las fintech son empresas que utilizan la tecnología para ofrecer servicios financieros. La banca tradicional, la que también sigue ofreciendo servicios financieros, tiene grandes dificultades para competir con las fintech. Es más, los bancos tradicionales quieren convertirse en fintech, pues los costes operativos de éstas son mucho más bajos. Pero tienen oficinas. Tal vez, muchas oficinas. De cuando creían que la comunicación y el cara a cara con el cliente era lo importante. Era la manera de establecer vínculos. Pero ¿quién quiere hoy vincularse?
Los cafés de la banca tradicional
Sin embargo, ahí están las oficinas de los bancos tradicionales. Su futuro es incierto. Su presente, sorprendente. Igual que hay un banco que tiene por tarjeta de presentación decir que es un no-banco, las oficinas bancarias son, cada vez, oficinas bancarias no-oficinas bancarias. Parece que desde esta reflexión es de donde ha surgido un nuevo concepto: la cafetería bancaria. De la red de sucursales, de las que antes tanta ostentación hacían las entidades financieros, se ha pasado a la red de cafeterías bancarias.
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El futurista Benjamin Palmer dijo ya hace algunos años: “Las únicas veces que hablo con un banco es cuando he cometido un error o lo han cometido ellos”. Frase que nos sitúa como diferentes y divergentes dos prácticas: operar con un banco y hablar con un banco. En definitiva, operar y hablar. No hace falta hablar para una operación financiera, a partir de la digitalización de los servicios financieros. Y, por supuesto, no hace falta hacer una operación financiera para hablar con alguien. Operación y comunicación oral sólo se encuentran en el error. Tal vez por esto las entidades financieras, sobre todo aquellas con una larga historia, ven como un error mezclar ambas cosas. Pero, entonces ¿qué hacer con las sucursales, cuando su función era establecer una comunicación directa y oral con los clientes y usuarios?
Imagen es sepia
Ha quedado como una imagen en sepia la imagen de los clientes del banco ante un mostrador o una ventanilla. Apenas quedan ventanillas o mostradores en las oficinas bancarias. Ventanillas o mostradores a partir de los que podía establecerse una buena relación con los clientes. Estuve varios años atendiendo a clientes detrás de un mostrador. Conocías y te conocían. Se hablaba. Bien es cierto que, después del gran fraude de las preferentes, la confianza entre los dos lados del mostrador no era la misma. Hacía tiempo que ya estaba sólo del otro lado, del de los clientes, pero tengo la sensación que el flujo de comunicación por encima de los mostradores bancarios se redujo enormemente. A la ventanilla de cristal se añadió un muro de desconfianza: ¡por favor, no me cuenta nada y deme mi dinero!
Ahora ya no hay ventanillas, ni mostradores. Tampoco hay dinero fuera de los cajeros automáticos y, si queda, la caja o cámara acorazada. Hay mesas distribuidas por la antigua oficina, para las que hay que sacar un número, asimilando el sistema en el que las carnicerías y pescaderías fueron precursoras. Y, si tienes paciencia suficiente, te sientas en una mesa. ¿Para hablar? Para meterte en el potencial error, pues acudes lleno de incertidumbre, de adquirir uno de los productos financieros que ofrecen o un seguro. O para resolver un error cometido. Por ellos o por ti mismo, como decía Palmer.
Una carga más que un activo
La banca tradicional es consciente de que las sucursales son actualmente más una carga, que un activo. De hecho, el proceso de cierre de sucursales, bien es cierto que con importantes fusiones mediante, no ha hecho sino acelerarse. Casi cinco mil oficinas bancarias han sido cerradas en los últimos cinco años en España. Antes era difícil encontrar una calle española sin una oficina bancaria. Hoy lo difícil es encontrarla. Especialmente en pequeñas localidades rurales. Donde antes había dos o tres oficinas muy atentas a los ahorros de los vecinos de estas pequeñas localidades -agricultores, ganaderos u obreros-, hoy no queda ninguna.
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Ahora, cuando son mayores y más las necesitan para cobrar sus pensiones y tienen dificultades para trasladarse unos pocos kilómetros más allá. Y cuando queda alguna entidad financiera abierta, a modo de oficina de guardia que abre un par de horas un par de días a la semana, los problemas que ponen estas entidades financieras para el traslado de domiciliación de recibos siguen siendo enormes. Tienen que domiciliarlos en la entidad que sigue abierta, pues la otra, la de toda la vida, ha cerrado y se ha ido. Y tienen la sensación de que se ha ido con sus dineros, mientras les dicen que operen por internet, por la “banca digital”. A personas con más de ochenta años que han obrado -no operado- siempre con el esfuerzo de sus manos, se les niega el habla y se las manda a operar en la digitalización financiera.
Cerrar todas las oficinas
Seguramente, el deseo latente y, hay que reconocerlo, opción más racional desde la perspectiva de la cuenta de resultados es cerrar casi todas o todas las oficinas. Dejar la comunicación personalizada definitivamente en la basura de la historia. Centrarse en la comunicación impersonal de la web o, peor aún, de la voz del robot puesto al otro lado del teléfono. Por cierto, a veces es difícil saber si es un robot tan bien desarrollado que habla como una persona, o una persona tan disciplinada que habla como un robot.
Lo que les vendría bien es cerrar todas las oficinas. Pero no pueden. Compromiso con empleados, presión de sindicatos y gobiernos (locales, regionales, nacionales, supranacionales) obstaculizan una decisión que probablemente ya esté, manifiesta o inconscientemente, tomada. Las oficinas les generan más ruido, que operaciones. Ni siquiera les genera habla o comunicación estratégica. Ruido de quejas y errores. A lo sumo, una lejana probabilidad de negocio de alguien que va consultando productos en una ronda por oficinas bancarias. Tan extraña esta práctica que hace dudar de las competencias de quien la realiza.
Oficinas convertidas en cafés
Mientras llega el momento de cerrarlas ¿qué hacer con las oficinas que quedan? Parece que la fase de mesas de atención está a punto de ser superada. Eso, demasiado ruido de quejas y errores. La opción de convertirlas en una tienda, en un escaparate con todo tipo de productos, desde aparatos electrónicos a menaje del hogar, no acaba de cuajar. ¡Después de lo de las preferentes…! Y ahí vemos oficinas convertidas en cafés. Intentos de convertirse en ese espacio para la comunicación y la creación de opinión pública. La revolución francesa se fraguó en los cafés parisinos. Según Habermas, la opinión pública burguesa nace y cobra fuerza en los cafés. Espacio para la comunicación pública.
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Todavía no conozco a nadie que diga algo parecido a: “Me voy al banco a tomar un café” o “voy al banco a teletrabajar con el ordenador, mientras me tomo un café”. Pero no lo descarto. Cuando se ha tomado esta decisión por quienes tanto dinero gestionan, será porque tiene fundamentos. Eso sí, ahora que ya estamos pasados de revoluciones, el habla entre los clientes del banco-café o café-banco no tendrá esa proyección tan pública. Tal vez se confiesen sus errores vitales. El café no es como el alcohol; pero bien caliente, aquilatando el tiempo, es fuente de conversación. Eso sí, en voz baja, para que los distintos registros del banco -humanos o electrónicos- no lo tomen como un error financiero. Pues hablar, en un banco o con un banco, es comunicar un error.
La digitalización y la red de redes, internet, ha acabado con las redes de oficinas bancarias y cajeros automáticos. Pero ha parido otra red, la de cafeterías bancarias. Esperemos que ofrezcan mejor café -y a precios menos cargados- que los que ofrecen ya algunas conocidas redes internacionales de cafeterías.
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